Lo ves todos los días.
Te metes en cualquier red social y ves a personas que publican una opinión y luego un sinfín de respuestas dándoles la razón y otras tantas intentando hacerle ver a esas otras personas que han opinado que están equivocadas.
Si pones cualquier tertulia de televisión, encontrarás seguramente a dos contertulios que, con una actitud beligerante, defienden su postura frente al otro en lo que parece casi un combate a muerte.
Vivimos en la época en la que uno de nuestros tesoros más preciados es tener razón.
Tener razón, en cierta medida, es una especie de droga. Soltar tu postura sobre algo y que alguien te diga que está de acuerdo contigo te da un chute de dopamina que te hace sentir mejor, te hace sentirte que perteneces a una tribu.
Esa es una de las realidades que, tristemente, vivimos hoy en día de manera más clara.
Si estoy de acuerdo con una opinión, automáticamente pertenezco a esa tribu, cualquier pensamiento que vaya en contra del sentir general de la tribu también va en contra mía y defiendo con uñas y dientes esa postura, aún cuando otras opiniones sobre otros temas se alineen con las mías como individuo, pero ataquen el sentir general de la tribu a la que he decidido pertenecer.
En esta fuerte tendencia pesa mucho la visión que tenemos sobre no llevar razón como cultura occidental. Como sociedad ególatra, unimos el no llevar razón con haber perdido, y el llevarla como derrotar a nuestro interlocutor, por eso muchas de estas discusiones por llevar la razón en algo acaban con relaciones de pareja, familiares, de amistad o profesionales.
Yo te pregunto, ¿Prefieres llevar la razón o prefieres ser feliz? Las consecuencias de intentar llevar la razón a toda costa son, en muchas ocasiones, el daño irreparable de la relación con nuestro interlocutor, que en ocasiones puede ser un desconocido, pero a menudo ocurre con un amigo, un compañero o jefe, o un político de la bancada de enfrente.
En muchas ocasiones perdemos la perspectiva de que la mayoría de los razonamientos de cada persona están basados en la experiencia particular de cada uno, lo que significa que, si el interlocutor que tenemos delante no ha vivido lo mismo que nosotros por educación, por origen, por cultura, por experiencias, probablemente tenga un sesgo distinto al nuestro simplemente porque sus razonamientos se basan en unas premisas distintas a las nuestras.
Existen varios tipos de razonamientos, los dos más populares son por deducción, en el que, por ejemplo, tomamos varias premisas universales y las tomamos como lo válido para cada caso en particular (Los planetas de la vía láctea son semiesféricos, los planetas del sistema solar son semiesféricos, por lo tanto la tierra es semiesférica) y por inducción, en el que se toman premisas particulares para tomar con validar una general (Si viéramos por primera vez un extraterrestre verde podríamos creer que todos los extraterrestres son verdes).
Piensa en cuantas de tus opiniones usas estas deducciones e inducciones.
No son más que procesos mentales que haces basados en lo que premisas generales o particulares que ves o lees cada día.
Cuanto más leas y veas las mismas premisas, menos alternativas tendrás en tus deducciones e inducciones y, por lo tanto, menos flexibles serás en tus razonamientos.
Esto ocurre exponencialmente cuando seguimos continuamente las mismas vías de opiniones, los mismos referentes y, no solo evitamos otro tipo de opiniones, si no que nos enfrentamos frontalmente a ellas, cerrando cualquier posibilidad de tomarlas en el futuro como alternativas en nuestras deducciones e inducciones.
Te aconsejo: